Tenía 13 años cuando por aquel tiempo (finales de los 90) en mi colonia era muy popular un sacerdote: el padre Jaime.
Desde que llegó causó sensación entre los feligreses, sobre todo en las mujeres; era joven, de unos 30-33 años, con una labia sorprendente y un carisma aún más.
Fue el fundador de las misas en las calles, de las posadas en diciembre.
Si se le ocurría una colecta para los sacerdotes viejos, la comunidad la hacía, si había que recaudar fondos para la nueva iglesia, convencía a la gente.
Recuerdo que lo seguían muchas mujeres, de todas las edades y pronto se rodeó de jóvenes mujeres, quienes se dedicaron a dar el catecismo.
Entre esas jovencitas estaba Rosario, tendría unos 17 años.
Su familia católica no tuvo ningún problema en que la chica dedicara su tiempo libre a Dios.
En aquel tiempo me llevaban casi de las greñas a las misas y recuerdo que Rosario siempre estaba cerca del padre Jaime. Ella y otras jóvenes.
Un domingo, el padre Jaime no apareció en la misa, había otro.
El padre había sido trasladado a otra iglesia, en otra diócesis, en otro estado. ¿La razón? absoluto hermetismo.
Unos meses después, tres para ser exactos, volví a ver a Rosario, venía con una blusa holgada, pero que no lograba disimular su realidad. Estaba embarazada.
Sí, efectivamente, el padre Jaime era responsable de ese embarazo.
Los padres de Rosario inventaron una historia de un mal amor, ya saben, de esos que bajan la luna y las estrellas y a la hora de la verdad corren sin mirar atrás.
La historia se la creyó la mayoría, la familia se encargó de que así fuera, sólo que jamás dijeron que ese «mal amor» era nada menos que el padre Jaime y que en nombre de Dios había abusado de aquella joven.
Por supuesto que el aborto jamás fue considerado, sin importar que fuera producto de una violación; ¡es un crimen!, dijo la familia, pero en cambio decidieron exponer a Rosario al escarnio público.
Luego se supo que ésta no era la primera vez que el padre Jaime hacía de las suyas. En otros municipios ya tenía cierta fama.
Rosario terminó por irse de la colonia, cargó con su hijo y no la volví a ver. Tampoco al padre Jaime.
¿Perdón?
Hace una semana, una noticia espantosa dio la vuelta al mundo.
Los medios de comunicación daban cuenta de un informe de la Corte Suprema de Pensilvania, en Estados Unidos, en donde se revelaba que había alrededor de 300 sacerdotes, quienes supuestamente abusaron sexualmente de niñas y niños.
Estos depredadores sexuales habrían dañado al menos a mil menores desde 1940. ¡Mil víctimas!.
Según el reporte, algunos pequeños fueron abusados bajo el pretexto de revisiones médicas, a otros los desnudaron y les sacaron fotografías.
Unos más fueron abusados mientras estaban hospitalizados, otros fueron embriagados y sedados, algunos amenazados y luego de ser violados les rociaron agua bendita.
Hay, incluso, monjas que también fueron violadas.
Las denuncias nunca progresaron, porque como sucede cuando el depredador sexual es alguien protegido por funcionarios, clérigos o las mismas autoridades, todo se queda congelado.
Pensilvania es un pedacito de toda la mierda que durante siglos ha tratado de cubrir la Iglesia Católica.
Hoy sabemos de esta aberrante situación. En otro tiempo fue Boston que, gracias a un grupo de reporteros se destapó otra cloaca de abusos sexuales de sacerdotes.
También fue México con su triste e indignante Padre Maciel, también está Chile y otras tantas naciones que se vanaglorian de llamarse pueblos católicos y que siguen la voluntad de Dios, pero dudo mucho que aquello de «dejad que los niños se acerquen a mí» fuera un mandato literal y retorcido como muchos de sus misioneros han llevado a cabo.
El papa Francisco hizo pública una carta para el «Pueblo de Dios», donde pide perdón a las víctimas de los sacerdotes pedófilos en el mundo.
Dice «nunca será poco lo que se haga para generar una cultura capaz de evitar que estas situaciones no sólo no se repitan sino que no encuentren espacio para ser encubiertas y perpetuarse».
Muchos de los sacerdotes acusados en el caso de Pensilvania ya murieron, por lo que la denuncia queda en el pasado. Archivada.
Algunos sobrevivientes de estos depredadores sexuales siguen esperando justicia, porque el perdón de ninguna persona será jamás suficiente para resarcir el daño causado a una niña, niño o monja.
No debe haber perdón ni tampoco olvido. Jamás.
Violaciones de sacerdotes ¿qué procede?
El proceso que sigue la Iglesia católica cuando un sacerdote es acusado de abusos sexuales es el siguiente:
1. Antes que nada, el canon 1395 estipula que si un clérigo abusa de un menor de edad «debe ser castigado con penas justas, sin excluir la expulsión del estado clerical cuando el caso lo requiera».
2. En primer instancia, cuando el obispo de la diócesis a la que está adscrito el sacerdote se entera de la acusación debe avisar a las autoridades civiles y a nivel pastoral.
3. La atención del obispo debe ser hacia la víctima.
4. El obispo puede aplicar medidas cautelares para que el sacerdote acusado no tenga contacto con el menor abusado, es decir, puede ser distanciado temporalmente.
5. Debe iniciar una investigación canónica y concluir si el clérigo es inocente o culpable.
6. Si es culpable, el obispo debe asegurarse que cumpla con la pena impuesta.
7. La pena máxima es la expulsión del estado clerical, es decir no podrá oficiar misa ni dar sacramentos.
8. Si el obispo hace oídos sordos a la denuncia o trata de amedrentar a la víctima y/o a su familia, debe renunciar de inmediato.
9. Muchos sacerdotes acusados de abusos sexuales son «castigados» para que vivan aislados en oración y penitencia; otros se envían a comunidades terapéuticas.
10. Aunque la denuncia más común es con las autoridades religiosas, también, a veces, la víctima y la familia de ésta acuden a las autoridades penales.
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