A Zoila la conocí una mañana cuando yo hacía un recorrido en la extinta Casa del Migrante en Lechería, en Tultitlán, Estado de México.
Me llamó la atención que estuviera apartada de todos los grupos, la gran mayoría, hombres.
Zoila tenía en ese entonces 16 años; «viene huyendo de Honduras», me dijo la madre Guadalupe, entonces encargada del refugio.
Me acerqué a ella y le pregunté si podíamos platicar. Asintió con timidez.
En los 15 minutos que me permitió conversar con ella me platicó que ya no podía quedarse en casa de sus padres porque un líder de La Mara, la pandilla más grande en Centroamérica, la andaba buscando para matarla.
¿La razón? Se había negado a irse con él y en el forcejeo le hizo una cortada en la cara.
Esa misma noche supo que si se quedaba en Honduras no iba a salir viva y «aparecería» muerta en una bolsa como varias de sus amigas.
Su familia le dio lo poco con lo que contaba y salió de su país. Llegó a la frontera con Guatemala, en aquel entonces no había un cerco de seguridad como ahora. No tuvo problemas para pasar a Chiapas. Ahí comenzó su infierno.
En Tamazula comenzó a trabajar en un «restaurante», o eso es lo que decía el letrero que anunciaba el «lugar familiar».
Le ofrecieron comida y un lugar donde quedarse a cambio de lavar platos, pisos y limpiar mesas. Aceptó.
Dos semanas estuvo así, pero a la tercera, el dueño le dijo que en la noche tenía que entrarle al «talón», es decir, prostituirse, al negarse, el señor le dijo que la llevaría a migración para que la regresaran a Honduras.
Zoila sabía que no podía regresar bajo ninguna circunstancia y aceptó.
La noche que empezaría a trabajar así, huyó. En el camino se encontró con Franklin, un joven guatemalteco que iba para Estados Unidos, fue el único al que le tuvo confianza.
Franklin tenía una hija de 6 años. La madre de su niña murió en el parto, y sólo la tenía a ella y a su madre, con quien la había dejado encargada.
Franklin y Zoila subieron a la Bestia en Tabasco. Los asaltaron en el camino, incluso los golpearon. Llegaron a Lechería después de varios intentos. Llevaban 3 días sin comer.
La madre Guadalupe les dio comida, agua, ropa y la oportunidad de bañarse para seguir su camino.
Zoila quería llegar a Tamaulipas, donde, me contó, tenía una amiga que también salió de Honduras un año antes que ella.
Entre aquellos migrantes había unas 10 mujeres, Zoila, entre ellas, y también había tres niños. Uno de ellos venía solo.
«Es cada vez más común que mujeres y niños viajen solos, el problema es que son los grupos más vulnerables», me confesó la madre Guadalupe.
Zoila estaba preparada para irse en el tren que pasaba a la 1 de la tarde. La vi subirse con Franklin. De un jalón se subieron en aquella máquina infernal y se perdieron en humo blanco.
No volví a saber de ellos…
En agosto de ese año, 2010, nos enteramos del asesinato de 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas.
Hasta la fecha sigo pensando en Zoila, quiero creer que ni ella ni Franklin estaban ahí…
Migrar es sobrevivir
La migración es un fenómeno que responde a causa sociales, culturales, políticas, económicas y, por supuesto, de violencia.
En las últimas dos décadas, en Centroamérica, específicamente en Honduras, ha habido un aumento escalofriante en los índices de robos, asesinatos y de la filiación de hombres, jóvenes, en su mayoría, a La Mara.
Datos de organizaciones locales, indican que tan sólo en San Pedro Sula, La Mara tiene presencia en 33 colonias. Están cercados.
El problema es que cada vez es más a fácil ver a mujeres en las caravanas migrantes, quienes también huyen de la pobreza y de la violencia en sus países.
En Honduras, por ejemplo, cifras de la Secretaría de Gobernación y Justicia de esa nación revelan que las mujeres que migran hacia a México son en su mayoría jóvenes, de entre 20 y 40 años, solteras y muchas, cabezas de familia.
Sin embargo, en su paso por México son sujetas no sólo de robos y golpes, sino también de violaciones sexuales como ocurrió el domingo pasado a dos mujeres que venían en la caravana de migrantes hondureños que se dirige a Estados Unidos.
De acuerdo con el relato de medios locales, las mujeres fueron atacadas por hombres armados que les quitaron sus cosas y abusaron sexualmente de ellas frente a sus hijos y esposos.
Este hecho es muy frecuente en nuestro país, pues de acuerdo con Amnistía Internacional, 7 de cada 10 mujeres migrantes centroamericanas son violadas en México.
En aquella visita a la Casa de Migrantes en Lechería, la madre Guadalupe me dijo algo que me dio escalofríos: las mujeres migrantes saben que van a ser violadas.
Lo saben de antemano y vienen preparadas. Si no las traen desde su lugar de salida, en su paso por México consiguen pastillas de emergencia para no quedar embarazadas por una violación. Incluso nosotras se las damos.
Es una situación terrible, pero estamos consientes de que es una probabilidad muy alta.
Las mujeres migrantes salen huyendo de sus hogares, muchas veces con lo que traen puesto.
Creen que al salir de Centroamérica están libres de cualquier peligro, que ya sobrevivieron, por que migrar es sobrevivir, sin embargo en México encuentran un infierno que las aguarda: prostitución, trata, explotación laboral, violaciones sexuales e, incluso, la muerte.