Mi madre murió cuando tenía 17 años. Estaba sola en el hospital cuando el doctor me dijo que mi madre había muerto.
Mi abuela había muerto cuando mi madre tenía 20 años.
Se repetía la historia.
Mi abuela no estuvo ahí cuando mi madre se casó, no eligieron juntas el vestido de novia, ni vio cuando parió a su primer hijo. No hubo esos consejos de cómo llevar la crianza de l@s hij@s. Nada.
La historia se repetía. Mi madre estaba muerta. Tenía 17 años, sueños y un montón de planes en donde estaba ella. Pero mi madre acababa de fallecer en un quirófano: cáncer. Nada se pudo hacer.
Crecí sin ella, sin sus consejos ni sus regaños. No estuvo en mi boda ni cuando nació mi primer hijo. No hubo tips ni advertencias de la vida. Nada. Sólo había un salto en el tiempo y una ausencia infinita.
Hoy la recordé, ¿sabes?. Hoy, acudí al doctor. Revisión. Las enfermeras me detectaron una bolita en el seno izquierdo. En realidad, yo ya la había notado. No le di mayor importancia.
No aprendí la lección.
Hoy recordé a mi madre. Hoy supe, tuve la certeza de que era cáncer y entonces fue irremediable que pensara en ti.
Llegaron los estudios, las citas, la canalización a un hospital más grande. Algo andaba mal. Y, sí.
Tú sabes, una mañana de agosto me confirmaron lo que yo ya sabía: cáncer de mama. Lo que yo no sabía era que estaba en etapa 4. El mal ya estaba muy avanzado.
La especialista fue sincera, mis posibilidades eran del 20 por cierto, sólo viviría unos meses, seis acaso.
Tus dos hermanos, tu papá y tú me pidieron que aceptara la operación, que luchara, mientras decían y hablaban de la cirugía yo sólo tenía un pensamiento: tú. No quiero que te quedes sola, sin mí.
Acepté. En tres meses me operaron. Cuando me abrieron se dieron cuenta que no podían salvar el seno y me lo quitaron, así como 12 ganglios.
No estaba completa, ya no. Pero yo quería vivir por ti, mi hija.
Por supuesto que el cáncer no se fue. Las quimioterapias me esperaban, 10. Cada mes fue peor, mi larga cabellera se fue al tercer mes del tratamiento. Mis uñas se cayeron con facilidad. Empecé a cambiar de humor, todo me puso de malas, detestaba los olores, la luz me molestaba, me dolían las encías, los dientes.
Pero en ese tiempo, tú y yo formamos un vínculo fuerte. Nada nos decíamos y a la vez todo nos decíamos. Estuviste a mi lado en cada una de esas 10 quimioterapias.
Hubo un periodo de descanso. Llegaron 25 radioterapias, fueron menos dolorosas, y al cabo de cuatro meses, la especialista me dio la noticia de que el cáncer estaba controlado, que yo era un milagro.
Cada mes había seguimiento, así lo fue hasta el cuarto año. La espalda me dolía, yo decía que era el invierno que no tenía consideración.
Fui a revisión, tú estabas ahí y entonces me dijeron que tenían que internarme. Yo supe que esa era la última vez que estaría en un hospital.
Te hice jurar que no me dejaras morir en un hospital… como pasó con mi abuela y con mi madre.
Después de varios estudios la doctora nos dijo lo que (nuevamente) yo ya sabía: el cáncer había regresado, más agresivo. Esta vez no hubo esperanza, sólo opciones de tratamiento para «vivir» más tiempo.
Me tomaste la mano, fuerte. No lloramos. Y yo supe que ahí estabas, conmigo, la dos, juntas. Mi hija.
Yo ya no quería hacerlo. Pero la insistencia de tus hermanos y de tu papá, me convenció. Vinieron 5 quimioterapias y 20 radioterapias. Mi pelo nuevamente se cayó. Tú me lo cortaste, tú otra vez.
Vinieron dolores que superaban el dolor. Nada me aliviaba, ni siquiera las dosis de morfina ni plegarias. Nada.
Tú papá sufría, mis hermanos, ay, pero tú… tú querías lo mismo que yo, que muriera.
Llorabas todas las noches, todas las noches le pedías a Dios, a mi Virgencita, a la vida misma que ya me llevara. Yo te escuchaba, veía tus ojos cada día más tristes, llenos de dolor, de rabia, de impotencia. Yo sólo quería morir.
Entonces llegó ese día en que la vida y la muerte tuvieron piedad de mí y me permitieron irme.
Dejé mi familia, a mis hermanos, a tu padre, a mis niet@s y hasta el perro, y sí, te dejé a ti, mi hija de 29 años.
La historia se repitió otra vez.
No estaré en tu boda, ni cuando tengas (si así lo decides) tener bebés, no te daré consejos de la vida, ni volveremos a desayunar juntas ni a decirnos todo con la mirada.
No sabes cuánto lamento la carga que te dejé, las lágrimas que te arrebaté, los suspiros, el miedo de esta enfermedad que nos persigue.
Aun así hay algo positivo que sí te dejé, algo importante: la enseñanza de cuidar de ti antes que a nadie más. Ese fue tu juramento mientras yo me iba. Buscarás su felicidad, buscarás su bienestar.
La historia no volverá a repetirse.
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El cáncer de mama es la primera causa de muerte en las mujeres mexicanas.