Nunca me gustaron las faldas. Me parecían incómodas, me lo siguen pareciendo. De ellas tengo los recuerdos más amargos, chuscos y humillantes.
Desde niña jugaba futbol y la falda no me permitía moverme como los niños. No podía correr más rápido y seguido me ganaban en las jugadas.
En mi pantorrilla derecha tengo una cicatriz de unos 5 centímetros, me la hice jugando futbol. Me barrí para quitarle el balón a un niño e impedir que anotara.
Lo conseguí. Le quité el balón, pero yo me fui en banda hasta las varillas y grava que había en la esquina del patio, donde estaba todo el material de construcción para la nueva biblioteca.
Sentí caliente y luego húmedo, entonces me fijé que me salía sangre. Por supuesto que la falda no me protegió.
Odiaba las faldas, pero era niña y eso me compraban mis padres. Qué podía hacer.
No me gustaba usarlas porque siempre debía tener las piernas cerradas y en tiempo de calor yo sólo quería abrir mis piernas para que me refrescara un poco los muslos, pero cada vez que lo hacía la maestra Celia me gritaba: «¡cierra las piernas!».
En invierno era todo lo contrario. El frío se colaba y me entumecía las piernas hasta que me dolían los huesos, sobre todo mi tobillo izquierdo, donde tengo una fractura.
La subdirectora no nos permitía llevar pantalón debajo de la falda, ni siquiera mallas o calcetas largas.
Era terrible el invierno. Mis piernas se ponían pálidas y podía distinguir las venas en mis muslos. Mis vellos erizados como gato asustado.
Una vez le cuestioné a la subdirectora que si las niñas no podíamos llevar ni mallas por qué ella sí llevaba medias. Me suspendió dos días.
Cuando me bajó por primera vez yo llevaba una falda blanca con bolitas negras. Todos en mi familia se dieron cuenta de la gran mancha roja en mi trasero, menos yo.
Mi madre se apresuró a llevarme al baño y en 2 minutos me dio una clase intensiva de cómo usar toallas femeninas. No volví a usar esa falda.
Con la menstruación y en época de calor mis muslos se rozaban. Y cómo no, una toalla en medio de mis piernas, sangrando, con short obligatorio. Dios, mi vagina era un sauna. Yo sólo quería estar en el agua.
A los 11 años ocurrió mi primer acoso sexual en público. Traía, sí, una falda. Café, recuerdo. Me llegaba abajo de las rodillas, pero era justa. Tenía 11 años, pero mi cuerpo ya había cambiado hacia 2 años, así que mis caderas eran pronunciadas.
Iba a la papelería, un vecino que hacía trabajo de herrería me grito: «mueve más tus nalgas y te las compro». Me ruboricé demasiado y apresuré el paso.
Pasé un largo tiempo odiando mis caderas. Tampoco volví a usar esa falda.
En la secundaria a Alaín, un compañero de clase, le pareció divertido alzarme la falda en el patio. Sus amigos, incluso mis amigas, se rieron de mí.
Mi único reflejo fue agarrarlo del cabello y soltarle un puñetazo. Le saqué sangre de la nariz. A mí me suspendieron 3 días y a mí madre le dijeron: «son cosas de niños».
Por supuesto que Alaín no volvió ni siquiera a mirarme.
En la secundaria también recuerdo cómo el orientador seguido nos decía a las niñas que le bajáramos el dobladillo a nuestras faldas porque con la altura que tenían (a la rodilla) provocábamos que nos faltaran al respeto.
Cuando ya iba en la prepa, un día decidí irme con falda. Me sentía cómoda. Al fin. Al regresar a casa mi padre me preguntó si no me habían confundido con una prostituta. Lloré toda la tarde.
En otra ocasión, en la Universidad, mi profesor de Comunicación Gráfica me bajó 2 puntos porque no llevé falda para una exposición.
Le reclamé porque jamás dijo que era forzoso llevar falda, pero él me respondió: «Qué rayos entendiste cuando dije mujeres con ropa formal». Yo llevaba un traje sastre, con pantalón y zapatillas.
En otra ocasión, me puse una falda pegada, tipo de los años 40, 50, de esas que ciñen la cintura, destacan la cadera y van abajo de la rodilla. Tenía un cierre que iba desde abajo y llegaba hasta el inicio de las nalgas.
Me sentía hermosa, un poco lenta porque mi compás era reducido, ya que la abertura de la falda se reducía hacia abajo.
Caminaba y de pronto sentí que podía caminar más rápido, lo cual era raro, porque repito, era una falda ceñida. Seguí caminando y sentí airecito en mis piernas.
Los hombres me miraban fijamente el trasero. Una chica se acercó y me dijo que el cierre de mi falda se había corrido y se me veían mis pompas.
Otro día, un chico con el que salía me dijo que me disfrazara de colegiala, que porque vestida de «niña» sería muy excitante. No volví a verlo.
Las faldas me traen recuerdos, la mayoría desagradables. Veo mi closet y sí, tengo faldas, pero no tantas como pantalones.
La jefa de Gobierno de la Ciudad de México, informó que en las escuelas de la capital, las y los niños podían decidir si llevaban falda o pantalón, es decir que ya no sería obligatorio que las niñas usaran falda y los niños pantalón.
VER: Uniforme Neutro, ¿en qué consiste?
La medida parece buena, pero cuando vi los comentarios me llené de asco.
El 90 por ciento decía que las buenas costumbres se habían terminado, que se incitaba a que los niños fueran travestis, que se feminizaría a los varones, que habría más lesbianas, que eso provocaría relaciones sexuales a temprana edad, que eso iba en contra de la buena moral, que se confundirían l@s niñ@s…
Otros comentarios, los menos, iban del lado de la subversión, que eso estaba bien, que era una medida de un país de primer nivel. Que, como padres, enseñarían a sus hijos a usar falda sin perder su masculinidad.
Los comentarios contrastaban, pero coincidían en algo: estaban preocupados por la masculinidad de los niños.
Nadie decía que era una medida justa para las niñas que sufrían en invierno o que la falda les restaba movilidad ni que desde siempre la falda ha sido un objeto de sexualizacion, de acoso, de pedofilia.
No, el debate versaba en que los niños iban a parecerse a las niñas. ¿?¿? ¿?.
Ese es el problema. Lo femenino es lo que asusta, porque ser femenino es débil, es suave, es romántico, es blando, sin carácter.
«No uses falda porque serás una niña», «no juegues con muñecas, ¿eres marica?», «los hombres no lloran», «pegas como niña» y así nos podemos seguir.
Pero sabían que desde épocas remotas los hombres ya usaban faldas, túnicas. El mismo Jesús lo hacía, ¿no?.
En Inglaterra, Francia, Italia que los hombres usaran faldas, pelucas, tacones y maquillaje no era un sinónimo de femenino, sino de estatus.
Los hombres usaban tacones para alcanzar el estribo y tener mayor equilibro al montar.
Los vikingos se pintaban los ojos y parte de la cara como sinónimo de fuerza.
Egipcios, griegos, romanos y aztecas usaban túnicas, togas y faldas sin temor a que cuestionaran su masculinidad u orientación sexual.
En Escocia, Irlanda, partes de África, Grecia e Italia es muy común ver hombres con falda.
Sin embargo, hay un miedo a lo femenino y «realizar cosas de mujeres» asusta, ¿por qué será?.