Tenía cinco años cuando un vecino nos ofreció, a otra niña y a mí, 5 pesos a cambio de ver su miembro.
Por supuesto que no lo dijo de esa manera, pero sí que nos daría 5 pesos por ver “algo”.
Estábamos pequeñas, la ingenuidad era una de nuestras cualidades.
Claro que conocíamos al vecino, que entonces tenía alrededor de 17, 18 años.
Era hijo de la madrina de mi amiga, y vivía en el mismo edificio que nosotros, aunque en diferente departamento.
Entramos a su casa, nos llevó al baño y ahí se bajó los pantalones y sacó su miembro.
Fueron segundos que nos quedamos mirando, entre sorprendidas y asustadas, antes de que saliéramos corriendo de ahí.
Yo no sabía qué era, pero algo dentro de mí sabía que no era normal lo que estaba pasando.
No dijimos nada por temor a que nos regañaran, desde entonces, cada que veíamos al vecino nos daba miedo. Intentaba hablarnos, pero siempre nos echábamos a correr.
Crecí. Ahora tenía 8 años. De cuando en cuando venía a visitarnos un tío, esposo de la hermana de mi padre.
No me gustaba, mi desagrado tenía una razón. Siempre que me saludaba me daba un beso muy cerca de la boca y me miraba “raro”.
Me escondía para no verlo, pero mi abuela siempre me decía : “saluda a tu tío”.
A los 10 años, cuando iba a comprar a la papelería, que estaba a tres casas de la mía, un herrero me gritó: “Qué ricas nalgas, mamita”.
Sentí frío. No sabía qué significaba, pero no me gustó. Me dio miedo y decidí rodear toda la manzana para no encontrármelo.
Ese día me sentí culpable de mi cuerpo, de mis caderas ya marcadas. Dejé de usar falda.
14 años, me hacía 20, 25 minutos a la secundaria. Entraba a las 7 de la mañana. Casi a diario, justo antes de llegar a la escuela, me encontraba a un barrendero que siempre me mandaba besos y me decía “mamita, qué bonita, chiquita”.
Hacía unos sonidos con su boca que me daban un tremendo asco.
Meses después, en el Metro, en un vagón semi vacío, un tipo me agarró una nalga. No supe qué hacer. El miedo me invadió y me bajé de inmediato. Lloré.
Para entonces, mi mamá ya había tenido conmigo esa plática que toda madre tiene con su hija cuando la previene de que puede sufrir una violación.
Ella siempre me decía: “Si te van a asaltar, no te resistas, dales tus pertenencias, pero si intentan tocarte, defiéndete con uñas y dientes, hasta la muerte”.
“Hasta la muerte”, ¿o sea que podrían matarme?, pero aquella vez en el Metro mi cuerpo, mi mente no reaccionaron. No me defendí ante la agresión, sólo tuve miedo.
El acoso
Hoy sé que todos estos episodios tienen un nombre: acoso sexual.
Un delito que no figuraba en los códigos penales de México antes de 1990 y, que a pesar de los avances, sólo 16 de las 32 entidades de nuestro país lo reconocen como “una forma de violencia en la que, si bien no existe la subordinación, hay un ejercicio abusivo de poder que conlleva a un estado de indefensión y de riesgo para la víctima, independientemente de que se realice en uno o varios eventos”.
Las sanciones pueden ir hasta la multa por 40 días de salario mínimo. Sólo se procede con la denuncia de la parte ofendida. Así lo marca la ley.
Pero resulta que denunciar no es sinónimo de justicia, sino de escarnio, de vergüenza, de vivir un viacrucis, donde todo mundo te responsabiliza por lo que te pasó.
Decidir denunciar me tomó unos segundos, luego de que un tipo eyaculó en mi trasero; denunciar me llevó 6 horas.
Seis horas donde, primero, el policía del Metro me insistió varias veces que ni fuera al MP, que iba a perder mi tiempo, que seguramente, dejarían libre al chico, que mejor me fuera a mi casa a limpiarme. ¿Limpiarme? Já.
Seguí firme en mi decisión. Y ahí me tienen, dirigiéndome al MP de Miguel Hidalgo para poner la denuncia.
Tardaron más de 3 horas en atenderme, durante ese tiempo, el policía seguía en la misma, que me fuera a mi casa a limpiarme y sanseacabó.
Cuando por fin me atendieron, lo primero que me preguntó el hombre detrás del escritorio fue “por qué estaba a esa hora (11:00 pm) en el Metro y, además, sola”.
No podía creerlo. Pasé de denunciante a cuestionada. “Que por qué andaba sola a esa hora”. ¡Carajo, salgo a esa hora de mi trabajo!
Pero ahí no acabó la juzgadera. Enseguida me escaneó y me dijo, “es que señorita, también debe procurar taparse más, corre muchos riesgos así”.
Herví por dentro. Llevaba unos jeans, botas, una blusa y una chamarra. ¡¿O sea, qué más “tapada debería” estar!?
Además, si hubiese estado en calzones, eso no le da derecho a nadie de eyacular sobre mí. No más faltaba.
Pero el del MP aún no terminaba su “exhaustiva” investigación. Le siguieron preguntas como a qué me dedicaba, mi estado civil, si tenía hijos!!!
Total, que al tipo que me agredió sólo atinó a preguntarle, “si estaba ebrio o bajo alguna droga”. Es decir, si lo hubiese estado, ello justificaría su acción. ¡Me recargo en la pared!
Al final, al acosador le impusieron una multa de 25 días de salario mínimo, poco más de 2 mil pesos y la moraleja de “pórtese bien y respete a las damitas”.
Mientras que yo, salí juzgada por mi vestimenta “no apropiada para la noche”, regañada por andar sola y encima con una rabia e indignación tremenda.
“Le dije que era tiempo perdido”, me soltó el poli del Metro…
En México, de acuerdo con la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH) 2016, se producen 600 mil delitos sexuales al año.
El 66.1% de las mujeres mayores de 15 años ha experimentado al menos un acto de violencia en su vida.
El 34.3% de las mujeres mayores de 15 años ha sufrido violencia sexual en los espacios públicos o comunitarios, y según datos de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas, de 2010 a 2016, de las 83 mil averiguaciones previas iniciadas para investigar el delito, sólo diez de cada mil agresores fueron consignados ante el MP para iniciar un proceso penal.
No es No, pero eso no lo entienden muchos hombres que se creen con todos los derechos para acosarnos a diestra y siniestra en la calle, la escuela, el trabajo, el transporte e, inclusive, en nuestra casa.
El movimiento #MiPrimerAcoso, en 2016, reveló algo escalofriante, a diferencia de lo que la mayoría podría pensar, el acoso sexual lo vivimos por primera vez desde temprana edad, 4, 5 años y no en la edad adulta.
Yo no sabía que aquella vez que mi vecino se sacó el pene para enseñármelo, me estaba acosando, pero sí y yo tenía ¡5 años¡
El acoso sexual siempre va hacia arriba, es decir, miradas lascivas, una agresión verbal, luego tocamientos, agresión física, violación e, incluso, la muerte.
El acosador logra su cometido cuando nos agrede. Nos hace sentirnos culpables, porque pensamos y asumimos que si nos nalguearon, dijeron leperada y media, es por la forma en que vestimos, por nuestro cuerpo, por no ir acompañadas o por andar a “tan altas horas del día”.
Y, no. No es nuestra culpa. No pedimos comentarios sobre nuestros cuerpos ni que nos digan si somos bonitas o no ni pedimos que nos acompañen.
No es No.